¿Usted ora de la misma manera cuando está solo que cuando está con otros? Esta es una pregunta que yo me hago con frecuencia; y esta, a su vez, me obliga a una segunda pregunta:
¿cuál es la razón por la cual existe esta diferencia entre mis oraciones públicas y mis oraciones privadas?
Si soy absolutamente honesto conmigo mismo debo admitir que esta incongruencia delata, una vez más, el deseo profundo que tengo de impresionar a los demás con mi aparente «espiritualidad».
El hecho de que logramos disfrazarla con frases devotas y clamores apasionados no quita que la intención principal sea que los demás crean que soy más piadoso de lo que realmente soy.
El problema no radica en orar en público, sino en orar en público para impresionar a los demás.
Jesús señala, a modo de advertencia, la práctica de los hipócritas que «aman el orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles para ser vistos por los hombres». Además, usan «vanas repeticiones, como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos». El uso de la palabra hipócrita es interesante, especialmente cuando entendemos el sentido de la palabra en los tiempos de Cristo.
La palabra viene de la unión de dos términos en griego: hupo (encima) y krytos (cara). El término se refería a una máscara que usaban los actores, colocada sobre la cara de modo que escondía el rostro verdadero del artista. De esta forma un hipócrita era, literalmente, uno que actuaba una parte que no correspondía con lo que era en la vida real. Al usar el término en referencia a la vida de oración Jesús está, precisamente, identificando la tendencia a «actuar» de cierto modo frente a otros que no es la forma en que la persona se comporta en la vida cotidiana.
Queda claro, una vez más, que el motivo de esta transformación es el no dar a conocer un aspecto de la vida que pueda empañar o dañar la imagen que deseamos que otros tengan de nosotros. El problema no radica en orar en público, sino en orar en público para impresionar a los demás. Del mismo modo, estas personas creían que sus muchas palabras le iban a agregar un peso adicional a sus peticiones, como si el objetivo de orar fuera el de convencer a un Dios de los méritos de proyectos en el cual tiene poco interés. No obstante, nuestras oraciones tienden a estar cargadas de complicadas explicaciones y razonamientos que parecieran cumplir exactamente con este propósito.
Resulta más que evidente que nosotros no tenemos en nosotros mismos los elementos como para discernir las verdaderas intenciones del corazón. Debemos entender, como señala el salmista, que «la transgresión habla al impío dentro de su corazón… porque en sus propios ojos la transgresión le engaña en cuanto a descubrir su iniquidad y aborrecerla» (Sal 36. 1-2 LBLA). Necesitamos del minucioso examen que puede realizar en nosotros el Espíritu de Dios si es que vamos a librarnos de la hipocresía. Solamente Dios puede traer a luz aquello que está escondido a nuestros ojos.
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