Aunque Irán y la economía sean las principales amenazas para su reelección, Barack Obama se ha encontrado en los últimos días con un obstáculo inesperado que encierra un enorme potencial de perjudicar sus posibilidades de victoria el próximo noviembre: la Iglesia católica. Un conflicto sobre la obligación de que las instituciones católicas suministren anticonceptivos en los seguros de sus empleados, podría derivar en una batalla religiosa de graves repercusiones electorales.
Ante la presión de la jerarquía y de personalidades católicas, el Gobierno ha ofrecido esta semana los primeros síntomas de dar marcha atrás para contener la furia de una confesión religiosa que frecuentemente ha apoyado a la izquierda y que fue decisiva para el triunfo de Obama en 2008.
Como todos los casos que afectan a la fe de las personas, la salud de las mujeres y sus derechos de reproducción, éste asunto posee múltiples enfoques bien fundamentados. Entran en juego aspectos vitales en toda sociedad, como la libertad individual, las obligaciones del Estado con sus ciudadanos y los límites en la compleja relación entre la política y la religión. Pero lo más importante en este momento es dilucidar si Obama se ha metido innecesariamente en un debate ideológico con el que compromete su futuro político.
La respuesta no es sencilla. Defender el principio de que el acceso a los anticonceptivos es, ya avanzado el siglo XXI, un derecho de las mujeres en el que no se pueden admitir excepciones, parece un causa muy razonable. Pero alienar por esa razón a millones de potenciales votantes que se siente ofendidos, puede ser un tremendo error político.
El conflicto estalló el pasado 20 de enero, cuando la secretaria de Salud y Servicios Humanos, Kathleen Sebelius, anunció que las empresas de afiliación católica, como hospitales, colegios, universidad y algunas instituciones de caridad, estaban obligadas, como cualquier otra, a incluir los anticonceptivos dentro de los seguros de salud que ofrecían a sus trabajadores. Obviamente, no es que las monjas y los curas tuvieran que darles pastillas contra el embarazo a las mujeres, como grotescamente lo han planteado algunos críticos de esta medida, sino que los doctores a los que acceden los empleados de la Iglesia católica puedan recetar ese tipo de medicamentos.
El Gobierno actuó de acuerdo a las recomendaciones de un panel de expertos sanitarios que, en el marco de la reforma sanitaria de 2010, consideró los anticonceptivos como una parte imprescindible de la salud de las mujeres. Entendiendo, por supuesto, que aquella persona que, por razones de conciencia, rechazase su uso, no estaba obligada a hacerlo. “Creo que hemos hecho un balance entre el respeto a la libertad religiosa y la necesidad de facilitar el acceso a servicios preventivos necesarios”, sostuvo Sebelius.
La Iglesia católica no lo vio así. “Forzar a los ciudadanos norteamericanos a escoger entre violar su conciencia o renunciar a su seguro de salud es injusto”, manifestó el arzobispo de Nueva York y presidente de la Conferencia Episcopal norteamericana, cardenal Timothy Dolan. Otros obispos y sacerdotes fueron más lejos y advirtieron que las institucionales católicas no cumplirían jamás con la exigencia del Gobierno.
Destacadas figuras del ámbito católico, como Jim Towey, presidente de la universidad Ave María de Florida, anunciaron que lucharían contra esa disposición “con todos los medios legales disponibles”. E incluso católicos que siempre han estado del lado de Obama, como Douglas Kmiec, quien en 2008 presidió un grupo para fomentar el voto católico para el entonces candidato demócrata, han advertido que este episodio “causará sin duda grandes problemas para Obama”.
Es ahí donde radica la trascendencia de esta polémica. El ángulo moral o legal, siendo importante, no tiene un impacto inmediato. Pese a todas las quejas de la Iglesia, es difícil que la jerarquía llegase a provocar una insurrección contra la autoridad del Gobierno. Después de todo, regulaciones semejantes a la anunciada por Sebelius están actualmente en vigor en 28 Estados del país sin que haya sucedido nada.
Por lo que esto preocupa hoy mucho en la Casa Blanca es por el daño que puede causar entre votantes teóricamente favorables. Obama ganó el voto católico en 2008 por 16 puntos de ventaja, e incluso en este momento, cuando su popularidad es muy inferior, sigue teniendo diez puntos de preferencia sobre cualquier candidato republicano.
Un amplio porcentaje de católicos están asentados en Estados progresistas del Este y otra gran porción de ellos son hispanos, ambos grupos, votantes demócratas. Los católicos estuvieron entre los principales defensores de la polémica reforma sanitaria de Obama y van a ser imprescindibles para influir en los miembros del Tribunal Supremo –seis de los nueve son católicos- que tienen que decidir este año sobre la constitucionalidad de esa ley.
Entrar en conflicto con ese colectivo a nueve meses de las elecciones puede ser insensato. Aunque un 53% de los católicos, según una encuesta, respalda la obligatoriedad de los anticonceptivos, la otra mitad lo rechaza, y la campaña de presión en marcha puede cambiar todavía más esas cifras. Al margen de los católicos, el ruido de una guerra de religión puede perjudicar al presidente entre otros sectores de votantes moderados e independientes. El candidato republicano Mitt Romney ha comenzado a incluir en sus mítines la denuncia de que “existe un asalto por parte del presidente a las creencias religiosas”.
Ante esa realidad, Obama ha empezado a reconsiderar su posición. El jefe de su campaña de reelección, David Axelrod, ha declarado que “se está buscando una forma de garantizar el derecho a la atención preventiva al mismo tiempo que se respetan las prerrogativas de las instituciones religiosas”. El portavoz de la Casa Blanca, Jay Carney, ha asegurado que el presidente no ha cambiado de posición pero está dispuesto a escuchar diversas fórmulas de solución.