Cuando, el 11 del marzo del año pasado, sonaron las alarmas avisando del tsunami que venía tras el potente terremoto que había sacudido la costa noreste de Japón, todo el mundo huyó corriendo a las colinas más elevadas para resguardarse de la crecida del mar. Todo el mundo menos los pescadores. En el puerto de Osawa, en la prefectura de Iwate, Zenichi Omichi enfiló como un rayo hacia su barco y, con el tiempo justo antes de que llegaran las olas gigantes, zarpó mar adentro para retirarse de la costa. A 800 metros de la playa, el tsunami pasó por debajo del casco, pero Zenichi vio cómo arrasaba la bella bahía de Yamada llevándose consigo cientos de casas, entre ellas la suya.
«Salvé mi barco, pero perdí mi hogar», nos dice el pescador, que a sus 67 años se ganaba la vida cultivando ostras y vieiras. Tras refugiarse los primeros meses en un centro temporal de evacuados, vive desde el verano en una de las 55 casas prefabricadas levantadas en Osawa a orillas de la carretera 45, que bordea la costa nipona entre bahías de románticos atardeceres y frondosos bosques de cedros.
Allí se alojan 120 personas a las que el mar, que antes se lo había dado todo, les arrebató sus hogares y hasta sus familiares. «El 11 de marzo no teníamos nada», recuerda Kime Fukushi, una mujer de 63 años que, tras oír la alerta de tsunamis, corrió a su casa para recoger el altar budista con los retratos de sus padres. Su marido, Aiko, de 65, pudo salvar el barco con el que él y su hijo, de 34, salen cada día a faenar para cultivar ostras en sus bateas, pero la fuerza de las olas barrió su casa, en la que llevaba viviendo cuatro décadas.
«Estaba a 100 metros de la costa y pensábamos que sería protegida por los diques de contención y por los robustos cimientos que sostenían las dos plantas, pero no quedó nada de ella», se lamenta el hombre en su diminuta casa prefabricada. Con eficacia nipona, sus escasos 40 metros cuadrados se aprovechan al máximo en un dormitorio con tatami, el comedor, la cocina y el baño. Para hacerlos más acogedores, estos módulos de contrachapado que parecen contenedores de mercancías vienen equipados con pantallas de plasma, frigoríficos, microondas y arroceras que ha donado la multinacional electrónica Sharp. En la salita de Aiko y Kime Fukushi, de las paredes forradas cuelga un almanaque con fotos de la respetada Familia Imperial nipona, que este año ha visitado varias veces las áreas devastadas por el tsunami pese al delicado estado de salud del anciano monarca Akihito, recientemente operado del corazón.
Construidas por el Gobierno, las casas prefabricadas son gratuitas para las decenas de miles de damnificados del tsunami, que deben pagar al mes 7.000 yenes (65 euros) de electricidad, 12.000 yenes (111 euros) de gas y 5.000 yenes (46 euros) de teléfono. «Aquí estamos mejor que en los refugios temporales, pero en invierno hace mucho frío y se condensa la humedad. Al amanecer, el agua del grifo está helada porque las tuberías se han congelado por la noche», se queja Aiko. De forma suave y sin perder la compostura, como es habitual en este país de maneras exquisitas y recatadas, critica «la actuación del Gobierno porque reaccionó más rápidamente para atender a las víctimas del gran terremoto de Kobe en 1995, aunque entiendo que este desastre es mucho mayor y más difícil de cubrir».
Una tragedia delante de otra
El auténtico drama de los damnificados del tsunami es que la catástrofe, que se cobró unos 20.000 muertos y desaparecidos y destruyó 800.000 casas en 600 kilómetros del litoral, quedó eclipsada por el accidente en la central nuclear de Fukushima. Tanto hace un año como ahora, su tragedia cae en el olvido por el pánico que desatan las fugas radiactivas de la siniestrada planta, que sufrió el peor desastre atómico desde Chernóbil en 1986.
Consciente de que la radiación ya ha contaminado el mar, Aiko concede que «la situación es peor en Fukushima porque las corrientes van hacia el sur la mayor parte del año, excepto en la temporada de tifones, que suben al norte». Aunque se considera «relativamente a salvo» porque la central se encuentra a más de 250 kilómetros de distancia, cree que «nadie sabe lo que puede pasar en el futuro por culpa de la radiación». Según confiesa, su dilema es que «si me alejo del mar buscando mayor seguridad, perderé mi medio y mi modo de vida». «Y, además, en Japón te puede pillar un terremoto en cualquier parte», ironiza sacando a relucir el fatalismo nipón.
Paradójicamente, el tsunami también ha traído nuevas oportunidades a los miles de albañiles y obreros que han emigrado a la costa para trabajar en la reconstrucción, que durará más de cinco años y costará 150.000 millones de euros. Es el caso de la cuadrilla que ha llegado a Kesennuma desde las nevadas montañas de Yamagata, en el interior de la prefectura de Miyagi. Por unos 200.000 yenes (1.854 euros) al mes, se pasan desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde retirando los escombros en los alrededores del puerto. Antes, 150 fábricas procesadoras de pescado funcionaban en este polígono industrial, que hoy es un enorme y yermo solar por cuyas fantasmales ruinas pululan las grúas y máquinas excavadoras. De algunas naves no quedan más que sus maltrechas columnas y vigas de hierro, así como los letreros en el tejado de uralita en las que tenían tres plantas. En otra, de sus tripas despanzurradas por los muros que se vinieron abajo, aún se desparrama una montaña de cajas de corcho blanco que servían para embalar el pescado congelado.
«El paro ha bajado mucho en el sector de la construcción», se congratula Jun Watanabe, un afable «currante» de 32 años que no para de hacer bromas mientras toma un café en un descanso al calor de una hoguera. A varios grados bajo cero, el vaho escapa de su boca cuando admite contrariado que están toda la semana lejos de la familia y el único entretenimiento aquí son los «pachinko», los ruidosos salones japoneses de máquinas tragaperras. «Eso y beber», apunta otro compañero imitando una jarra que se lleva al gaznate. Las ganas de vivir se imponen a la catástrofe. A sus espaldas, una cruz roja pintada sobre una fachada indica que allí apareció uno de los 1.350 muertos que el tsunami dejó en Kesennuma.
«¡Ganbatte, Japón!»
En la cercana y casi abandonada ciudad de Kamaishi, las cruces están por todas partes en las casas destruidas junto al puerto. Con las ventanas y puertas rotas, parecen rostros humanos gritando de dolor con las cuencas de los ojos vacías. De las plantas bajas, barridas por las olas gigantes, cuelgan chapas, vigas y cables del techo como telarañas descosidas. En su interior hay muebles astillados, platos rotos, folletos turísticos, jarrones con paraguas y juguetes de niño intactos, dejados exactamente igual que cuando hace un año fueron abandonados a la carrera por sus inquilinos. Son los restos de una vida perdida en el naufragio.
«¡Ganbatte (Ánimo)! ¡Todos unidos por la reconstrucción de Kamaishi para que vuelva a la vida!», reza una pancarta sobre una colina en la que ondea una bandera blanca con el círculo rojo del Sol Naciente. Sólo se escucha el viento que agita la tela y los cuervos en medio del sepulcral silencio que reina entre las ruinas. «Tengo 82 años, me queda poco de vida y moriré pronto. En mi juventud sufrí la guerra y en mi vejez el tsunami, que me arrebató a dos hermanos, sobrinos y nietos. Nunca encontraron sus cuerpos y no pudimos celebrar un funeral para ellos. Soy budista y creo que, sin un funeral, sus almas no pueden descansar en paz y deben estar vagando por alguna parte», resume con gravedad la abuela Haruko Hatakeyama, quien salvó la vida en la devastada Rikuzentakata, hoy una enorme escombrera frente al mar.
Entre sentimientos de culpabilidad por haber sobrevivido, sobre todo a sus familiares más jóvenes, lucha por encarar el futuro con espíritu de ánimo. «¡Ganbatte, Japón!».